miércoles, 14 de diciembre de 2011

Aura y la Navidad. Dolores Espinosa

Ya llega la Navidad, días llenos de magia, y Aura salta llena de alegría. Son días muy felices, días repletos de ilusión y Aura los disfruta un montón sin dejarse nada en el tintero. Primero, Adviento. En su calendario Aura comienza a desgranar los días que faltan para las fiestas celebrar.
Tras cada ventanita se esconde una sorpresa y a Aura le encanta descubrirla: hoy una chocolatina, mañana una golosina, ayer fue una pegatina. Son cosas pequeñitas, minúsculas sorpresitas que a la niña hacen disfrutar. Ya llega la Navidad y Aura quiere reír porque en estos días se siente muy feliz.
Segundo, adornar el árbol, algo muy divertido: que si una bola por aquí, que si espumillón por allá, que si luces, que si angelitos, que si lacitos, que si una gran estrella para el final. Luego, con un chocolate bien caliente, Aura frente se sentará frente a él para contemplarlo, disfrutarlo y mil cosas imaginar.
Esas bolas de colores, piensa Aura, son planetas diminutos donde vive gente microscópica. Y el espumillón, sigue pensando, son autopistas doradas y plateadas que conectan unos planetas con otros y por él viajan, deslizándose, las pequeñas personillas. Y esas luces amarillas, rojas, verde o azules, son estrellas luminosas que charlan con parpadeos; ahora hablan las rojas y callan las demás, luego callan todas y hablan las verdes y así sin parar.
Ya llega la Navidad y Aura llena su cabecita de ilusión y felicidad. En tercer lugar, el Nacimiento que Aura prepara con mucho cuidado junto a sus papás. Aquí un pastor, la lavandera por allá, ese ángel va más acá. Algo de musgo, un par de piedras, papel de plata para el río figurar; un cielo azul y una gran estrella para los Reyes guiar.
Luego,al acabar, se queda observándolo, haciendo algún cambio final y, cómo no, poniendo su imaginación a trabajar. Aura imagina que las figuritas de noche, mientras todos duermen, seguro se moverán. Y los Reyes avanzarán un poco y el Niño llorará, y María cantará una nana y los pastores bailarán.
Y los ángeles jugarán al corro y las pastoras reirán y los animales harán mucho ruido y todos se divertirán. Ufff… menudo jolgorio, piensa, el que se debe montar.
Ya llega la Navidad y Aura se siente feliz de poderlas celebrar. Y piensa Aura en Papá Noel y en lo gordote que está y en que ella no tiene chimenea… hey, mamá, ¿por dónde va a entrar? Y le deja unas galletas y leche para cenar, y piensa que, si en cada casa, le ponen así de comer es normal que no pare de engordar.
Y, por supuesto, los Reyes, esos no pueden faltar, que Papá Noel está muy bien pero los Reyes, como son tres, pueden más regalos cargar. Y limpia bien sus zapatos y los deja bajo la ventana aunque duda que con esos camellos puedan entrar por ahí.
Un vaso por cabeza, galletas para tres, agua para los animales… ¿Ya los pajes, mamá, que les podemos poner? Ya está aquí la Navidad, unos días de ilusiones y Aura disfruta a montones. Ya está aquí la Navidad, Aura se siente feliz y cruza mucho los dedos para que nunca se acabe, jamás.
Ya llegó la Navidad, qué bien que lo va a pasar, ojalá que todo el mundo las pueda disfrutar en paz y tranquilidad.
Fin

Felicitación navideña. Dolores Espinosa

Roe el ratón el rancio turrón mientras el gato marrón ronronea frente al radiador.Bajo la mesa el perro mueve el rabo esperando poder tragar algo rico que una mano amable le traiga. La cotorra lenguaraz picotea un roscón sin dejar de cotorrear, y el pez rojo tras el cristal de su acuario, gira y gira sin parar.
En torno a la mesa la familia, entre risas y sonrisas, regocijo y regodeo, ruido de sillas y resonar de platos y cubiertos, se apresta para la cena tomar. Y papá pide el fiambre y mamá sirve el  marisco, y el peque espera el cordero y el abuelo quiere ser el primero y la abuela le dice espera, espera, no seas tan impaciente, mientras la hija mayor toca el pandero en si bemol.
Aguardan en otra mesa su turno para agradar peladillas y turrones, mantecados y alfajores, mazapanes y polvorones y más dulces, a montones.
El ratón, ante tanto ruido, corre hacia el gato marrón, y se esconde bajo su enroscada cola, entre pasmado y divertido. El perro, más arrojado, ladra y gruñe, gruñe y ladra, y decide él también alborotar y se acerca al gato animándolo a maullar. La cotorra, parlanchina, no precisa de más y, aclarando su garganta, se lanza ella también a cantar.
El pez, pobrecito, como nunca aprendió a hablar se divierte haciendo burbujas en su acuario, tras el cristal.
En una esquina un gran árbol brillante, titilante, deslumbrante y radiante de felicidad mira al ratón, al gato, al perro, a la cotorra y al pez. Mira a papá y a mamá, mira al abuelo y la abuela, mira al nene y la nena, zarandea sus ramas haciendo a sus adornos tintinear y consigue con  sus luces el ritmo marcar y quisiera tener lengua para poder bien fuerte gritar que tengan todos una muy Feliz Navidad.
Fin
Felicitación Navideña

El ángel de la Navidad


El Ángel de la Navidad. Marielena Rondinel, escritora peruana. Cuento de Navidad.

Cierta tarde había tanto alboroto en el cielo que los ruidos despertaron a Dios que descansaba plácidamente en esos momentos. Sí, porque Dios también hace siesta y deja encargado a sus ángeles el cuidado de los niños, pequeños y grandes.
Los ángeles estaban en una gran reunión y hablaba uno tras otro sin parar, no se ponían de acuerdo sobre el regalo que iban a entregar el día de Navidad y ya faltaba solamente una semana.
Un ángel de cara regordeta dijo: “Este año hay que darles sencillez para que vean el mundo con calidez” Otro ángel, alzando los brazos, expresó: “Mejor entreguemos prosperidad y los bolsillos llenos tendrán
Había un ángel que estaba pensativo, se acercó a ellos y murmuró: “Vamos a darles valentía para que afronten mejor las cosas de la vida” A lo lejos venía un ángel saltando de nube en nube, dijo: “Si les regalamos alegría, sonreirán noche y día” Sucesivamente, cada quien daba su opinión pero había un ángel con la carita pecosa que observaba todo con timidez y no se atrevía a decir nada.
Cuando Dios terminó de escuchar a los ángeles, se dio cuenta que el ángel pecoso lo miraba de reojo, entonces lo llamó y el ángel le entregó escrito en el pétalo de una flor lo que él deseaba regalar a los hombres de la Tierra.
Dios lo miró con ternura y le dijo: “Desde este momento te declaro El Ángel de la Navidad porque haz elegido el mejor regalo“.
Así que cada año, unas horas antes del 25 de diciembre, el ángel se viste con sus mejores alas, se coloca una aureola dorada y vuela por el mundo entero llevando entre sus manos “Semillas de amor y generosidad” y las deja plantadas en el corazón de los seres humanos.
Terminada su misión, el ángel regresa al cielo; espera ansioso la Nochebuena junto a Dios y a los demás ángeles para disfrutar el regalo entregado.
En algunas personas las semillas florecen más rápido que en otras, echan raíces firmes y dan flores y frutos hermosos y perdura mucho tiempo.
Es por eso que el espíritu de la Navidad se mantiene intacto y cada vez que compartimos lo mejor de nosotros, el ángel sonríe y una estrella nueva nace en el firmamento que servirá como semilla para el próximo año.

viernes, 9 de diciembre de 2011

El muñeco de nieve

Había una vez, en pleno invierno, un muñeco de nieve que se decía muy contento: "Con este frío, mi cuerpo parece alegrarse. El viento helado me hace bien, mientras que a los niños les molesta y produce escalofríos".
Al muñeco lo habían fabricado varios niños del barrio amasando trozos de nieve.
Parecía un muñeco indestructible, lanzando simpáticas miradas a través de sus negros y brillantes ojos.
Aquel día, cuando se escondió el sol y en su lugar apareció la luna, el muñeco de nieve exclamó:
–¡Vaya! –y creyendo que era el sol el que se mostraba de nuevo agregó–: ¡Ahora vuelve a estar del otro lado! ¡Bah! A mí qué me importa, mientras siga iluminándome para poder ver todo lo que ocurre a mi alrededor... ¡Ah! Si pudiera moverme como esos niños que me crearon. Pero, pobre de mí. No puedo dar ni un paso...
Entonces se oyeron unos ladridos. El perro de la casa cercana al muñeco había escuchado las palabras de éste y reprochándole, le dijo:
–¡Ignorante! No tienes experiencia de nada. ¡Eso que ves ahí arriba es la luna! Lo que viste antes era el sol. Son cosas distintas. Pero cuidado, porque mañana habrá cambios importantes.
Sin comprender, el muñeco de nieve preguntó:
–¿Qué pasará mañana?
–Cambiará el tiempo; lo sé porque el dolor que siento en la pata izquierda me lo anuncia; no falla nunca, no lo dudes.
"No comprendo lo que me está diciendo –pensó el muñeco de nieve–, pero presiento que me anuncia algo bueno. Lo único que veo es que el sol no me tiene mucha simpatía. ¿Por qué será? Yo no he hecho nada malo..."
El perro se fue sin decir nada.
A la mañana siguiente, una densa niebla lo envolvió todo. El tiempo había cambiado. Poco después empezó a soplar un viento helado y el frío aumentó. Pero pronto salió el sol y un paisaje maravilloso rodeó al muñeco de nieve. Brillaba todo y la naturaleza, vestida de escarcha, parecía un bosque blanco.
El muñeco de nieve permanecía en su lugar cuando el perro se le acercó diciéndole:
–¿Viste? Te lo dije; hoy el tiempo iba a cambiar.
–El frío es lo mejor del mundo –suspiró el blanco muñeco–. Anda, cuéntame de lo que tú sabes. Pareces un perro con experiencia.
–¡Guau! ¡Guau! ¡Cómo añoro una estufa! –se quejó el perro.
–¿Una estufa? ¿Qué es eso?
–Mira. Cuando yo era un cachorro, se me permitía estar dentro de la casa, incluso sobre las faldas de mis amas. Pero fui creciendo y parece que empecé a estorbar a todos en la casa; fue entonces cuando me echaron al jardín. Ya no pude acurrucarme más al lado de la estufa en el invierno. ¡Cómo la recuerdo! ¡Guau! ¡Guau! En invierno la estufa es la vida.
–¿Cómo es una estufa? –preguntó curioso el muñeco de nieve–. ¿Se parece a mí?
–¡Nada de eso! Todo lo contrario. Tú eres blanco y la estufa es negra y tiene un cuello muy largo que termina en la pared, por donde sale el humo. Siempre tiene hambre, y traga tanto carbón como fuego echa por su boca... ¡Ah! Si uno se pone cerca de ella, se siente un agradable calorcito.
El muñeco de nieve sintió algo vago e indefinible, pero era un sentimiento que todo el mundo conoce muy bien, aunque no sea muñeco de nieve como él. El perro siguió contándole su historia, pero el blanco muñeco ya no le oía. Miraba, pensativo y silencioso, hacia el horizonte, intentando imaginar aquella estufa de pie, elegante, tan alta como él, lanzando un aire tibio y agradable: ¡Qué bien debía estarse a su lado!
–Siento una cosa muy rara dentro de mí –dijo–. ¡Si pudiera llegar hasta la estufa! Estoy seguro de que mi deseo se podría cumplir; deseo con toda mi alma poder descansar junto a ella.

–No podrás, porque ya no me permiten entrar a la casa. Y si tú pudieras entrar y estar a su lado, sería tu perdición –le dijo el perro.
Pero el muñeco de nieve no comprendió lo que le decían. ¿Cómo podía ser posible que fuera su perdición si el propio perro afirmaba que se estaba muy bien al lado de la estufa?
La noche fue muy larga, aunque para el muñeco de nieve pasó como un sueño. Sus ojos estaban perdidos en la imagen de aquella estufa y su helado cerebro intentaba descubrir la forma de estar junto a ella.
Al amanecer, el perro contempló al muñeco asombrado.
–No te entiendo, amigo. Cualquier muñeco como tú se sentiría feliz de permanecer helado y lejos de la tibieza del fuego que lanza una estufa. Si te acercas a ella, te derrites y es tu fin. ¿Por qué no tratas de dejar de pensar en esa loca idea de estar junto a ella? –dijo el perro, y agregó–: Además, vamos a tener luego cambios de temperatura.
Así ocurrió; después de aquellos días tan fríos empezó lentamente el deshielo. El muñeco de nieve iba adelgazando por momentos, pero de su cuerpo no salía ni una queja. Ese era el peor síntoma.
Al fin, una mañana apareció hecho un montón de nieve que se derretía rápidamente. Sólo quedaba en pie una escoba, en torno a la cual habían prensado los niños la nieve para formar su muñeco. Y atada a la escoba había una paleta de hierro de las que se usan para avivar el fuego de las estufas a carbón.
El perro miró perplejo la paleta.
–¿Será éste el motivo por el cual el muñeco de nieve sentía tan extraña atracción por el fuego de la estufa? Sin duda debe ser así, ya que tenía un escarbador por corazón. ¡Guau! ¡guau! Ya todo terminó para él.
El perro siguió viendo cómo terminaba el invierno y comenzaba la primavera, oyendo cómo los gritos de los niños llenaban el jardín iluminado por el brillante y tibio sol, enemigo de la nieve. Y se dio cuenta también de que ya ni siquiera los niños que habían creado al muñeco de nieve se acordaban de él.
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El abeto[Cuento infantil. Texto completo] Hans Christian Andersen



Allá en el bosque había un abeto, lindo y pequeñito. Crecía en un buen sitio, le daba el sol y no le faltaba aire, y a su alrededor se alzaban muchos compañeros mayores, tanto abetos como pinos.
Pero el pequeño abeto sólo suspiraba por crecer; no le importaban el calor del sol ni el frescor del aire, ni atendía a los niños de la aldea, que recorran el bosque en busca de fresas y frambuesas, charlando y correteando. A veces llegaban con un puchero lleno de los frutos recogidos, o con las fresas ensartadas en una paja, y, sentándose junto al menudo abeto, decían: «¡Qué pequeño y qué lindo es!». Pero el arbolito se enfurruñaba al oírlo.
Al año siguiente había ya crecido bastante, y lo mismo al otro año, pues en los abetos puede verse el número de años que tienen por los círculos de su tronco.
“¡Ay!, ¿por qué no he de ser yo tan alto como los demás?” -suspiraba el arbolillo-. Podría desplegar las ramas todo en derredor y mirar el ancho mundo desde la copa. Los pájaros harían sus nidos entre mis ramas, y cuando soplara el viento, podría mecerlas e inclinarlas con la distinción y elegancia de los otros.
Le eran indiferentes la luz del sol, las aves y las rojas nubes que, a la mañana y al atardecer, desfilaban en lo alto del cielo.
Cuando llegaba el invierno, y la nieve cubría el suelo con su rutilante manto blanco, muy a menudo pasaba una liebre, en veloz carrera, saltando por encima del arbolito. ¡Lo que se enfadaba el abeto! Pero transcurrieron dos inviernos más y el abeto había crecido ya bastante para que la liebre hubiese de desviarse y darle la vuelta. «¡Oh, crecer, crecer, llegar a ser muy alto y a contar años y años: esto es lo más hermoso que hay en el mundo!», pensaba el árbol.
En otoño se presentaban indefectiblemente los leñadores y cortaban algunos de los árboles más corpulentos. La cosa ocurría todos los años, y nuestro joven abeto, que estaba ya bastante crecido, sentía entonces un escalofrío de horror, pues los magníficos y soberbios troncos se desplomaban con estridentes crujidos y gran estruendo. Los hombres cortaban las ramas, y los árboles quedaban desnudos, larguiruchos y delgados; nadie los habría reconocido. Luego eran cargados en carros arrastrados por caballos, y sacados del bosque.
¿Adónde iban? ¿Qué suerte les aguardaba?
En primavera, cuando volvieron las golondrinas y las cigüeñas, les preguntó el abeto:
-¿No saben adónde los llevaron ¿No los han visto en alguna parte?
Las golondrinas nada sabían, pero la cigüeña adoptó una actitud cavilosa y, meneando la cabeza, dijo:
-Sí, creo que sí. Al venir de Egipto, me crucé con muchos barcos nuevos, que tenían mástiles espléndidos. Juraría que eran ellos, pues olían a abeto. Me dieron muchos recuerdos para ti. ¡Llevan tan alta la cabeza, con tanta altivez!
-¡Ah! ¡Ojalá fuera yo lo bastante alto para poder cruzar los mares! Pero, ¿qué es el mar, y qué aspecto tiene?
-¡Sería muy largo de contar! -exclamó la cigüeña, y se alejó.
-Alégrate de ser joven -decían los rayos del sol-; alégrate de ir creciendo sano y robusto, de la vida joven que hay en ti.
Y el viento le prodigaba sus besos, y el rocío vertía sobre él sus lágrimas, pero el abeto no lo comprendía.
Al acercarse las Navidades eran cortados árboles jóvenes, árboles que ni siquiera alcanzaban la talla ni la edad de nuestro abeto, el cual no tenía un momento de quietud ni reposo; le consumía el afán de salir de allí. Aquellos arbolitos -y eran siempre los más hermosos- conservaban todo su ramaje; los cargaban en carros tirados por caballos y se los llevaban del bosque. 
«¿Adónde irán éstos? –se preguntaba el abeto-. No son mayores que yo; uno es incluso más bajito. ¿Y por qué les dejan las ramas? ¿Adónde van?».
-¡Nosotros lo sabemos, nosotros lo sabemos! -piaron los gorriones-. Allá, en la ciudad, hemos mirado por las ventanas. Sabemos adónde van. ¡Oh! No puedes imaginarte el esplendor y la magnificencia que les esperan. Mirando a través de los cristales vimos árboles plantados en el centro de una acogedora habitación, adornados con los objetos más preciosos: manzanas doradas, pastelillos, juguetes y centenares de velitas.
-¿Y después? -preguntó el abeto, temblando por todas sus ramas-. ¿Y después? ¿Qué sucedió después?
-Ya no vimos nada más. Pero es imposible pintar lo hermoso que era.
-¿Quién sabe si estoy destinado a recorrer también tan radiante camino? -exclamó gozoso el abeto-. Todavía es mejor que navegar por los mares. Estoy impaciente por que llegue Navidad. Ahora ya estoy tan crecido y desarrollado como los que se llevaron el año pasado. Quisiera estar ya en el carro, en la habitación calentita, con todo aquel esplendor y magnificencia. ¿Y luego? Porque claro está que luego vendrá algo aún mejor, algo más hermoso. Si no, ¿por qué me adornarían tanto? Sin duda me aguardan cosas aún más espléndidas y soberbias. Pero, ¿qué será? ¡Ay, qué sufrimiento, qué anhelo! Yo mismo no sé lo que me pasa.
-¡Gózate con nosotros! -le decían el aire y la luz del sol goza de tu lozana juventud bajo el cielo abierto.
Pero él permanecía insensible a aquellas bendiciones de la Naturaleza. Seguía creciendo, sin perder su verdor en invierno ni en verano, aquel su verdor oscuro. Las gentes, al verlo, decían: -¡Hermoso árbol!-. Y he ahí que, al llegar Navidad, fue el primero que cortaron. El hacha se hincó profundamente en su corazón; el árbol se derrumbó con un suspiro, experimentando un dolor y un desmayo que no lo dejaron pensar en la soñada felicidad. Ahora sentía tener que alejarse del lugar de su nacimiento, tener que abandonar el terruño donde había crecido. Sabía que nunca volvería a ver a sus viejos y queridos compañeros, ni a las matas y flores que lo rodeaban; tal vez ni siquiera a los pájaros. La despedida no tuvo nada de agradable.
El árbol no volvió en sí hasta el momento de ser descargado en el patio junto con otros, y entonces oyó la voz de un hombre que decía:
-¡Ese es magnífico! Nos quedaremos con él.
Y se acercaron los criados vestidos de gala y transportaron el abeto a una hermosa y espaciosa sala. De todas las paredes colgaban cuadros, y junto a la gran estufa de azulejos había grandes jarrones chinos con leones en las tapas; había también mecedoras, sofás de seda, grandes mesas cubiertas de libros ilustrados y juguetes, que a buen seguro valdrían cien veces cien escudos; por lo menos eso decían los niños. Hincaron el abeto en un voluminoso barril lleno de arena, pero no se veía que era un barril, pues de todo su alrededor pendía una tela verde, y estaba colocado sobre una gran alfombra de mil colores. ¡Cómo temblaba el árbol! ¿Qué vendría luego?
Criados y señoritas corrían de un lado para otro y no se cansaban de colgarle adornos y más adornos. En una rama sujetaban redecillas de papeles coloreados; en otra, confites y caramelos; colgaban manzanas doradas y nueces, cual si fuesen frutos del árbol, y ataron a las ramas más de cien velitas rojas, azules y blancas. Muñecas que parecían personas vivientes -nunca había visto el árbol cosa semejante- flotaban entre el verdor, y en lo más alto de la cúspide centelleaba una estrella de metal dorado. Era realmente magnífico, increíblemente magnífico.
-Esta noche -decían todos-, esta noche sí que brillará.
«¡Oh! -pensaba el árbol-, ¡ojalá fuese ya de noche! ¡Ojalá encendiesen pronto las luces! ¿Y qué sucederá luego? ¿Acaso vendrán a verme los árboles del bosque? ¿Volarán los gorriones frente a los cristales de las ventanas? ¿Seguiré aquí todo el verano y todo el invierno, tan primorosamente adornado?».
Creía estar enterado, desde luego; pero de momento era tal su impaciencia, que sufría fuertes dolores de corteza, y para un árbol el dolor de corteza es tan malo como para nosotros el de cabeza.
Al fin encendieron las luces. ¡Qué brillo y magnificencia! El árbol temblaba de emoción por todas sus ramas; tanto, que una de las velitas prendió fuego al verde. ¡Y se puso a arder de verdad!
-¡Dios nos ampare! -exclamaron las jovencitas, corriendo a apagarlo. El árbol tuvo que esforzarse por no temblar. ¡Qué fastidio! Le disgustaba perder algo de su esplendor; todo aquel brillo lo tenía como aturdido. He aquí que entonces se abrió la puerta de par en par, y un tropel de chiquillos se precipitó en la sala, que no parecía sino que iban a derribar el árbol; les seguían, más comedidas, las personas mayores. Los pequeños se quedaron clavados en el suelo, mudos de asombro, aunque sólo por un momento; enseguida se reanudó el alborozo; gritando con todas sus fuerzas, se pusieron a bailar en torno al árbol, del que fueron descolgándose uno tras otro los regalos.
«¿Qué hacen? -pensaba el abeto-. ¿Qué ocurrirá ahora?».
Las velas se consumían, y al llegar a las ramas eran apagadas. Y cuando todas quedaron extinguidas, se dio permiso a los niños para que se lanzasen al saqueo del árbol. ¡Oh, y cómo se lanzaron! Todas las ramas crujían; de no haber estado sujeto al techo por la cúspide con la estrella dorada, seguramente lo habrían derribado.
Los chiquillos saltaban por el salón con sus juguetes, y nadie se preocupaba ya del árbol, aparte la vieja ama, que, acercándose a él, se puso a mirar por entre las ramas. Pero sólo lo hacía por si había quedado olvidado un higo o una manzana.
-¡Un cuento, un cuento! - gritaron de pronto, los pequeños, y condujeron hasta el abeto a un hombre bajito y rollizo.
El hombre se sentó debajo de la copa.
-Pues así estamos en el bosque -dijo-, y el árbol puede sacar provecho, si escucha. Pero os contaré sólo un cuento y no más. ¿Prefieren el de Ivede-Avede o el de Klumpe-Dumpe, que se cayó por las escaleras y, no obstante, fue ensalzado y obtuvo a la princesa? ¿Qué os parece? Es un cuento muy bonito.
-¡Ivede-Avede! -pidieron unos, mientras los otros gritaban-: ¡Klumpe-Dumpe!
¡Menudo griterío y alboroto se armó! Sólo el abeto permanecía callado, pensando: «¿y yo, no cuento para nada? ¿No tengo ningún papel en todo esto?». Claro que tenía un papel, y bien que lo había desempeñado.
El hombre contó el cuento de Klumpe-Dumpe, que se cayó por las escaleras y, sin embargo, fue ensalzado y obtuvo a la princesa. Y los niños aplaudieron, gritando: -¡Otro, otro!-. Y querían oír también el de Ivede-Avede, pero tuvieron que contentarse con el de Klumpe-Dumpe. El abeto seguía silencioso y pensativo; nunca las aves del bosque habían contado una cosa igual. «Klumpe-Dumpe se cayó por las escaleras y, con todo, obtuvo a la princesa. De modo que así va el mundo» -pensó, creyendo que el relato era verdad, pues el narrador era un hombre muy afable-. «¿Quién sabe? Tal vez yo me caiga también por las escaleras y gane a una princesa». Y se alegró ante la idea de que al día siguiente volverían a colgarle luces y juguetes, oro y frutas.
«Mañana no voy a temblar -pensó-. Disfrutaré al verme tan engalanado. Mañana volveré a escuchar la historia de KlumpeDumpe, y quizá, también la de Ivede-Avede». Y el árbol se pasó toda la noche silencioso y sumido en sus pensamientos.
Por la mañana se presentaron los criados y la muchacha.
«Ya empieza otra vez la fiesta», pensó el abeto. Pero he aquí que lo sacaron de la habitación y, arrastrándolo escaleras arriba, lo dejaron en un rincón oscuro, al que no llegaba la luz del día.
«¿Qué significa esto? –se preguntó el árbol-. ¿Qué voy a hacer aquí? ¿Qué es lo que voy a oír desde aquí?». Y, apoyándose contra la pared, venga cavilar y más cavilar. Y por cierto que tuvo tiempo sobrado, pues iban transcurriendo los días y las noches sin que nadie se presentara; y cuando alguien lo hacía, era sólo para depositar grandes cajas en el rincón. El árbol quedó completamente ocultado; ¿era posible que se hubieran olvidado de él?                                                     
«Ahora es invierno allá fuera -pensó-. La tierra está dura y cubierta de nieve; los hombres no pueden plantarme; por eso me guardarán aquí, seguramente hasta la primavera. ¡Qué considerados son, y qué buenos! ¡Lástima que sea esto tan oscuro y tan solitario! No se ve ni un mísero lebrato. Bien considerado, el bosque tenía sus encantos, cuando la liebre pasaba saltando por el manto de nieve; pero entonces yo no podía soportarlo. ¡Esta soledad de ahora sí que es terrible!».
«Pip, pip», murmuró un ratoncillo, asomando quedamente, seguido a poco de otro; y, husmeando el abeto, se ocultaron entre sus ramas.
-¡Hace un frío de espanto! -dijeron-. Pero aquí se está bien. ¿Verdad, viejo abeto?
-¡Yo no soy viejo! -protestó el árbol-. Hay otros que son mucho más viejos que yo.
-¿De dónde vienes? ¿Y qué sabes? -preguntaron los ratoncillos. Eran terriblemente curiosos-. Háblanos del más bello lugar de la Tierra. ¿Has estado en él? ¿Has estado en la despensa, donde hay queso en los anaqueles y jamones colgando del techo, donde se baila a la luz de la vela y donde uno entra flaco y sale gordo?
-No lo conozco -respondió el árbol-; pero, en cambio, conozco el bosque, donde brilla el sol y cantan los pájaros -. Y les contó toda su infancia; y los ratoncillos, que jamás oyeran semejantes maravillas, lo escucharon y luego exclamaron: - ¡Cuántas cosas has visto! ¡Qué feliz has sido!
-¿Yo? -replicó el árbol; y se puso a reflexionar sobre lo que acababa de contarles-. Sí; en el fondo, aquéllos fueron tiempos dichosos. Pero a continuación les relató la Nochebuena, cuando lo habían adornado con dulces y velillas.
-¡Oh! -repitieron los ratones-, ¡y qué feliz has sido, viejo abeto!
-¡Digo que no soy viejo! -repitió el árbol-. Hasta este invierno no he salido del bosque. Estoy en lo mejor de la edad, sólo que he dado un gran estirón.
-¡Y qué bien sabes contar! -prosiguieron los ratoncillos; y a la noche siguiente volvieron con otros cuatro, para que oyesen también al árbol; y éste, cuanto más contaba, más se acordaba de todo y pensaba: «La verdad es que eran tiempos agradables aquéllos. Pero tal vez volverán, tal vez volverán. Klumpe-Dumpe se cayó por las escaleras y, no obstante, obtuvo a la princesa; quizás yo también consiga una». Y, de repente, el abeto se acordó de un abedul lindo y pequeñín de su bosque; para él era una auténtica y bella princesa.
-¿Quién es Klumpe-Dumpe? -preguntaron los ratoncillos. Entonces el abeto les narró toda la historia, sin dejarse una sola palabra; y los animales, de puro gozo, sentían ganas de trepar hasta la cima del árbol. La noche siguiente acudieron en mayor número aún, y el domingo se presentaron incluso dos ratas; pero a éstas el cuento no les pareció interesante, lo cual entristeció a los ratoncillos, que desde aquel momento lo tuvieron también en menos.
-¿Y no sabe usted más que un cuento? -inquirieron las ratas.
-Sólo sé éste -respondió el árbol-. Lo oí en la noche más feliz de mi vida; pero entonces no me daba cuenta de mi felicidad.
-Pero si es una historia la mar de aburrida. ¿No sabe ninguna de tocino y de velas de sebo? ¿Ninguna de despensas?
-No -confesó el árbol.
-Entonces, muchas gracias -replicaron las ratas, y se marcharon a reunirse con sus congéneres.
Al fin, los ratoncillos dejaron también de acudir, y el abeto suspiró: «¡Tan agradable como era tener aquí a esos traviesos ratoncillos, escuchando mis relatos! Ahora no tengo ni eso. Cuando salga de aquí, me resarciré del tiempo perdido».
Pero ¿iba a salir realmente? Pues sí; una buena mañana se presentaron unos hombres y comenzaron a rebuscar por el desván. Apartaron las cajas y sacaron el árbol al exterior. Cierto que lo tiraron al suelo sin muchos miramientos, pero un criado lo arrastró hacia la escalera, donde brillaba la luz del día.
«¡La vida empieza de nuevo!», pensó el árbol, sintiendo en el cuerpo el contacto del aire fresco y de los primeros rayos del sol; estaba ya en el patio. Todo sucedía muy rápidamente; el abeto se olvidó de sí mismo: ¡había tanto que ver a su alrededor! El patio estaba contiguo a un jardín, que era una ascua de flores; las rosas colgaban, frescas o fragantes, por encima de la diminuta verja; estaban en flor los tilos, y las golondrinas chillaban, volando: «¡Quirrevirrevit, ha vuelto mi hombrecito!». Pero no se referían al abeto.
«¡Ahora a vivir!», pensó éste alborozado, y extendió sus ramas. Pero, ¡ay!, estaban secas y amarillas; y allí lo dejaron entre hierbajos y espinos. La estrella de oropel seguía aún en su cúspide, y relucía a la luz del sol.
En el patio jugaban algunos de aquellos alegres muchachuelos que por Nochebuena estuvieron bailando en torno al abeto y que tanto lo habían admirado. Uno de ellos se le acercó corriendo y le arrancó la estrella dorada.
-¡Miren lo que hay todavía en este abeto, tan feo y viejo! -exclamó, subiéndose por las ramas y haciéndolas crujir bajo sus botas.
El árbol, al contemplar aquella magnificencia de flores y aquella lozanía del jardín y compararlas con su propio estado, sintió haber dejado el oscuro rincón del desván. Recordó su sana juventud en el bosque, la alegre Nochebuena y los ratoncillos que tan a gusto habían escuchado el cuento de Klumpe-Dumpe.
«¡Todo pasó, todo pasó! -dijo el pobre abeto-. ¿Por qué no supe gozar cuando era tiempo? Ahora todo ha terminado».
Vino el criado, y con un hacha cortó el árbol a pedazos, formando con ellos un montón de leña, que pronto ardió con clara llama bajo el gran caldero. El abeto suspiraba profundamente, y cada suspiro semejaba un pequeño disparo; por eso los chiquillos, que seguían jugando por allí, se acercaron al fuego y, sentándose y contemplándolo, exclamaban: «¡Pif, paf!». Pero a cada estallido, que no era sino un hondo suspiro, pensaba el árbol en un atardecer de verano en el bosque o en una noche de invierno, bajo el centellear de las estrellas; y pensaba en la Nochebuena y en KlumpeDumpe, el único cuento que oyera en su vida y que había aprendido a contar.
Y así hasta que estuvo del todo consumido.
Los niños jugaban en el jardín, y el menor de todos se había prendido en el pecho la estrella dorada que había llevado el árbol en la noche más feliz de su existencia. Pero aquella noche había pasado, y, con ella, el abeto y también el cuento: ¡adiós, adiós! Y éste es el destino de todos los cuentos.
FIN

videocuentos

http://pacomova.eresmas.net/paginas/videocuentos/videocuentos.htm
EL ANGEL DE NAVIDAD
por Inma Holguin  
    
Erase una vez un angelito muy pequeñito, el angelito más pequeño que os podáis
imaginar. Todos en el cielo le llamaban “chiquitín” aunque en realidad se llamaba Benjamín.
Benjamín siempre estaba preguntándole a su mamá:
- Oye mamá, ¿Cómo celebran los niños la Navidad en la Tierra?
- Por favor mami, déjame bajar a la Tierra para verlo. Y su madre  le decía: No Benjamín, eres aún demasiado pequeño para ir tú sólo a la Tierra.
- Oh por favor, por favor mamá, te prometo que no haré nada  malo y que volveré enseguida.
Tanto insistió que al final su madre le dijo:
- Está  bien te dejaré bajar a la Tierra a ver cómo celebran los niños la Navidad con la condición de que vuelvas rápidamente en cuanto pase el día 25 de diciembre.
- De acuerdo, te lo prometo, dijo Benjamín y se dispuso a hacer todos los preparativos para el viaje.
Al llegar la Nochebuena, el día 24 de diciembre, se despidió de todos  y se dispuso a bajar del Cielo. Fue volando entre las nubes moviendo sus alitas muy deprisa pues hacía un frío……y es que estaba empezando a nevar.
Se  cruzó con los renos de papá Noel que iban corriendo a toda velocidad surcando  el cielo tirando del trineo y oyó a papá Noel que desde lejos le saludaba:
- Oh oh oH hasta luego chiquitín, voy corriendo, no me puedo parar pues aún me quedan muchos niños a los que dejar su regalo.
- No te preocupes papá Noel voy a casa de unos niños, así que ya te veré luego, dijo Benajamín.
 y siguió bajando y bajando y, según se acercaba a las casas empezó a volar más despacito para ver  en qué casa se iba a meter. Fue volando mirando por las ventanas y por fin se decidió por una casa en la que vivían dos niños. El mayor se llamaba Felipe y tenía cinco años y ya era muy bueno y responsable  y el pequeño, se llamaba Adrián, pero en casa todos le llamaban “piquirriqui”. Era muy rico, pero un poco llorón y caprichoso. Claro, es que  sólo tenía tres años recién cumplidos….
Pero al angelito Benjamín, cuando los vio  tan dormiditos en su cuarto, le  parecieron unos niños adorables y decidió quedarse en esa casa.
Buscó un hueco de la ventana que estaba abierto y por allí se metió, fue volando volando por el pasillo hasta que llegó a la puerta del salón de la casa, allí se paró y cuando empujó la puerta para entrar, se quedó sin palabras: ¡¡¡¡Allí  había  el árbol más bonito que había visto en su vida!!! Era tan grande que casi llegaba al techo, estaba lleno de bolas que brillaban y de luces de colores y abajo del todo estaba lleno de  los regalos que había dejado papá Noel esa noche.
De pronto, Benjamín oyó unos pasos que se acercaban corriendo al salón y las risas de los niños que venían cantando: 25 de diciembre fun fun fun. 25 Ya es Navidad!!!.
El angelito buscaba desesperado dónde esconderse para que no le vieran y no se le ocurrió nada mejor que quedarse muy quieto con las alas extendidas en lo alto del árbol de navidad como si fuera una figurita más.
Los niños entraron corriendo al salón, seguidos de sus papás y gritaron: Mirad! Ha venido papá Noel. Mamá, papá ¿podemos abrir ya los regalos?.
Sí claro, dijeron  sus papás, mira en este paquete pone tu nombre y en este otro pone el nombre de tu hermano.
Los niños abrieron todos los regalos, papá Noel les había traído lo que habían pedido y estaban muy contentos.
Benjamín los miraba desde lo alto del árbol sin mover ni un pelo para no ser descubierto pero, estaba tan feliz viéndoles, que no pudo evitar soltar unas risitas de felicidad.
Entonces, Adrián, el niño más pequeño, le vió y empezó a gritar:
-    Mamá, mamá ese angelito es de vedáaa, le he visto reírse. 
-    Pero que cosas tienes, piquirriqui, es un angelito de cerámica, ¿cómo se va a reír?. Anda sigue jugando con tus juguetes nuevos.
¡No toques mis fichas que me las vas a romper!.
-    Pues si no me lo dejas, me enfado y ya no juego contigo y acabaron los dos enfadados, cada uno en un extremo del salón.
Sin embargo, los niños al ratito de estar jugando empezaron a discutir:
-    Déjame el tren.
-    No, es mío.
-    Eh! no cojas mi patinete, papá Noel me lo ha traído a mí.
-    Mentira que es mío.
-   

-    ¡¡¡Se acabó!!! Dijeron mamá y papá enfadados,
-    Ahora mismo vamos a meter todos los juguetes en una bolsa y vamos a regalárselos a los niños que no tienen casa y papá noel no ha podido dejarles nada.
Felipe y Adrián se pusieron a llorar, sus padres les reñían enfadados y de pronto Adrián se dio cuenta de que le había caído una gotita de agua en la mano, miró hacia arriba y vio que eran las lágrimas de Benjamín.
Se calló de inmediato y acercándose a su hermano le dio un besito y le dijo: Perdón!!! A la vez que le dejaba su patinete nuevo.
El hermano mayor, que era muy bueno y responsable, le dio un super- mega abrazito
Crunch y le dijo. Jugaremos los dos con todo por turnos, primero tú y luego me toca a mí, ¿vale?.
-    Muy bien, hijos, así se hace!!!, dijeron los papás muy contentos y ahora ¿qué os parece si en esta bolsa metemos los juguetes que queráis y nos vamos a regalárselos a los niños que no han tenido tanta suerte esta Navidad?.
El niño pequeño miró de reojo al angelito y vió que le sonreía y que le guiñaba un ojo y cuando al día siguiente todos andaban como locos buscando al angelito del árbol que había desaparecido y su máma le preguntó: piquirriqui ¿Has cogido tú el angelito que había en el árbol?
- El dijo muy convencido: No, se fue muy contento volando, volando, hasta el cielo.

EL AÑO QUE MAMÁ NOEL
REPARTIÓ LOS REGALOS DE NAVIDAD.
Pilar Alberdi
    
Podría decir de este cuento que así fue, porque así me lo contaron, pero... a los hechos me remito. Como sabéis en Laponia, donde vive Papá Noel, hace un frío terrible, te castañetean los dientes, algunos días se te pegan las pestañas;  de los techos de las casas cuelgan unas incisi¬vas y larguísimas estalactitas. En fin... Cabe imaginar que en lugar tan maravilloso como inhóspito, las ardillas usan guantes; los lobos, lustrosas botas de cuero; y los renos, unos graciosos gorros rojos con orlas blancas, que acaban en su punta con un gracioso pompón. ¡Pero qué os voy a contar que no sepáis! O... ¿no sois vosotros de los primeros en salir hacia los mercadillos navideños de las plazas de vuestros pueblos y ciudades, y allí miráis encantados las figuras del Belén, las zambombas, las bolsas de confeti, la nieve artificial... hasta que..., lo inevitable, volvéis al hogar con uno de esos maravillosos gorros rojos y blancos sobre vuestras cabezas?
    Pues... lo que iba a contaros: a punto estaba de llegar a Laponia como a todo el mundo el día de Navidad y Papá Noel amaneció con tos y fiebre.
   
Es gripe decía con los ojos llorosos. Y muy preocupado añadía... ¡Qué va a ser de mis niñitas y niñitos! ¿Quién repartirá las ilusiones y esperanzas, tantos regalos como ellos esperan?
   
Yo gritó una vocecita pequeña y delgada como un airecillo primaveral que llegaba de la cocina. Papá Noel, pensó en un ratoncito. Lo había visto hacía tiempo protegiéndose del frío del invierno junto a la cocina de leña.
   
Yo repitió la vocecita... que acercándose a Papá Noel, le trajo un gran vaso de leche con miel y un pastelillo Yo lo haré.
    Papá Noel escuchó sin decir nada. Y Mamá Noel, repitió:
   
Yo lo haré...   
    Bueno, la verdad es que a Papá Noel ese cambio no le agradó mucho; él, se llevaba los honores; él recibía las cartas de millones de niñas y niños; de él se hablaba en todos los telediarios y periódicos del mundo...
   
Está bien refunfuñó , está bien. Los tiempos han cambiado. Lo reconozco. He de reconocerlo. Me parece... justo.
    Entonces Mamá Noel, consolándole, dijo:
   
No te preocupes, Papá. No lo notarán. Llevaré tu traje, me pondré un almohadón para imitar tu barriga, y... ¡Hasta una barba postiza!
    Fuera, el trineo estaba preparado. Sonaban los cascabelillos de los arneses y los renos se movían ansiosos y expectantes. Nevaba y de los pinos caían espontáneos puñados de nieve.
   
No, no es justo reflexionó Papá Noel . No puedo permitirlo. Tú eres tú.
    Entonces Mamá Noel, dijo:
   
Bien, bien... Veo que los dos estábamos preparados para este cambio...
   
¡Atchiss! contestó Papá Noel.
    Mamá Noel comenzó a vestir su propio traje. No se ajustó barba, ni tripa, ni cargó un saco gigante lleno de juguetes sobre su espalda como para demostrar cuán fuerte era para su edad. Se miró al espejo... No estaba mal. Era mayor, pero su rostro reflejaba serenidad. Entonces, mirando a Papá Noel, se despidió:
   
Es hora de marchar.
   
dijo él.
   
Volveré pronto susurró ella dándole un cariñoso beso en la mejilla.
   
Te estaré esperando.   
    Así fue como Mamá Noel, repartió los regalos de Navidad, pero...
¡Siempre hay un pero! Sólo algunas personas, las que esperaban el maravilloso acontecimiento de ver aparecer algún día a Mamá Noel, la vieron, y fueron muy dichosos. Llamaron a las agencias de noticias y, al día siguiente, la noticia que podía oírse y leerse en los noticiarios y en los periódicos, era: «Mamá Noel repartió los juguetes de este año». «Mamá Noel hizo las delicias de los niños». «El nuevo siglo nos ha traído a Mamá Noel».
   
    Pero Mamá Noel no pensaba sólo en esto, aunque la hacía muy feliz, sino en cómo estaría Papá Noel recuperándose de su gripe.
    Cuando llegó a su casa de Laponia, y no os cuento
¡cuán cansados estaban los renos y Mamá Noel!, se encontró a Papá Noel cantando y amasando pastelillos en la cocina.
   
Hola cielo dijo ella.
   
Hola, mi amor contestó él.
    Era la primera vez que Papá Noel cocinaba. Además, había lavado la ropa y ordenado la casa.
    Juntos leyeron las noticias de los periódicos, y de todas ellas, la que más les gustó, fue una que decía: «El año que viene, las niñas y niños del mundo, podrán escribir
indistintamente a Mamá y a Papá Noel».
   
¡Lo habían conseguido entre todos! Los cambios en las personas y en las vidas, son así... Primero un deseo, un sueño, una posibilidad; luego, una realidad, y cuando esto sucede... ¡Qué maravilloso el aire de fraternidad que respiran las personas, y qué maravillosa la luz que parece irradiar el mundo!

El ratón Enriqueto

Un cuento que enseña a los niños a que no sean glotones  


Enriqueto era un ratoncito tímido, de pelaje negro, dientes torcidos, ojos bizcos y oreja maltrecha. Se quedó huérfano de padre y madre y creció en compañía de otros ratones que hacían lo que podían para sobrevivir en un mercado de la ciudad de Guatemala. El día de Nochebuena, como de costumbre tenían hambre y decidieron salir a buscar comida entre los desperdicios de los contenedores que la gente iba llenando alrededor del mercado.
Nuestro amigo Enriqueto, que era muy hábil para detectar olores y sabores, era el jefe de la cuadrilla de buscadores y el que más y mejor comida conseguía para la familia ratonil. Esa mañana logró reunir trozos de jamón, pizza, chorizo, frijoles volteados, nachos, platanitos cocidos, pan francés y unas cuantas galletas navideñas. - ¡Qué placer!, dijo Enriqueto. Todos sus amigos se reunieron y empezaron su banquete navideño. Comieron hasta que casi reventaban sus panzas rechonchas y peludas.
Al filo de las 8 de la noche, ya ni se movieron en sus cuevas de lo llenos que estaban. Sin embargo, Enriqueto decidió salir a ver si conseguía algo de postre. Cuando estaba por allí merodeando… ¡¡¡PUM!!!... lo atropelló un coche. Salió disparado al otro lado de la carretera y notó que algo caliente le salía del cuerpo. Tiene que ser sangre. Dios mío...me estoy muriendo... a donde iré a ir a parar: al cielo de los ratones o allí abajo ¿donde se asan?..., empezó a pensar Enriqueto. En esas estaba cuando ya no sintió nada más y desfalleció....
Cuando por fin abrió sus ojos, se vio rodeado de ratones vestidos de blanco, y dijo: "Entonces sí me morí y debo estar en el cielo". De pronto uno de ellos le habló, diciendo: - ¡¡Manito Enriqueto...por fin abriste tus ojos...estás vivo!! Un buen susto fue el que se llevó Enriqueto. Y lo que realmente había pasado fue que cuando sus compañeros oyeron que un coche se había estrellado contra el contenedor de basura que registraba Enriqueto, le vieron tendido en la acera. Inmediatamente lo cogieron y se lo llevaron a su cueva, le frotaron con alcohol el pecho, le estiraron las piernas y lo calentaron con mentol y candelas para que entrara en calor. Enriqueto, al verse vivo, no paraba de llorar de la alegría y juró no volver a portarse mal y ser tan glotón y comilón.

Santa Claus no lo sabía!
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No debímos haberlo hecho. Luis, de ocho años, se restregaba inquieto las manos mientras esperaba la respuesta de su amigo. Ricardo, dos meses menor, pero diez centímetros mayor, dejo de jugar con el mecano y volteó a ver a su mejor amigo. Contestó:- ¿Por qué no?- Santa Claus nos va a acusar y todos se van a enojar mucho.- No te preocupes, no lo sabe.- ¿Cómo no va a saberlo? Si Santa Claus lo sabe todo.- No te preocupes. No sabe que lo hicimos.- ¿Cómo sabes que Santa Claus no lo sabe? Ricardo desesperado por la insistencia de Luis, replicó:- ¡Porque yo sé más que Santa Claus! La respuesta de Ricardo no convenció mucho a Luis, pero ya no siguió insistiendo.
Caminando de regreso a su casa, Ricardo no comprendía la preocupación de su amigo. A Ricardo no le importaba que Santa Claus este año tampoco le volviera a traer nada, ¡la idea de hacer estallar con un cohete el buzón del Director de la escuela había sido fantástica! ¡Cómo había volado el Buzón! ¡Cómo había sonado la explosión! ¡Cómo... En ese momento apareció una ardilla en la banqueta y Ricardo, corriendo tras de ella, se olvidó del asunto. María estaba preocupada. Se acercaba la Navidad y los niños se ponían más nerviosos, cometían más errores y prestaban menos atención a las clases. Pero lo más importante de todo: se ponían tristes, en vez de alegrarse con la llegada de la Navidad.
Desde que había llegado como maestra hace cuatro años, y le habían explicado la costumbre que tenían de que alguien se disfrazara de Santa Claus, para leer ante todos la lista de fechorías que los niños del pueblo hacían, para castigar a los niños malos y convertirlos en niños buenos; la idea del Santa Claus regañón no le gustaba. María suspiró. Lo que para ellos eran fechorías, para María eran simple travesuras. Para ella no había niños malos ni niños buenos, sólo niños tranquilos, y niños inquietos que no podían contener el bullicio de la vida que tenían dentro. Allí estaba el caso de Ricardo y Mauricio: los niños rebeldes y traviesos del pueblo, o el de Luis muchacho tímido y sensible que lloraba cuando se hablaba de Santa Claus. María no creía que eso fuera bueno para los niños, pero todas sus tentativas de acabar con esa "nueva" tradición habían sido infructuosos. Ricardo comenzó a inquietarse por su amigo Luis, lo veía cada vez más triste y callado.- ¿Qué te pasa?- Nada.- ¿Cómo que nada? ¿Qué pasa?- ¡Te dije que nada!- Somos amigos, así que me tienes que decir qué te pasa.- Nada, el próximo Lunes es Navidad.- ¿Y?- ¡Y Santa Claus les va a decir a todos que soy un niño muy malo, y mis papás ya no me van a querer!- No. Te aseguro que Santa Claus no lo sabe, y te lo voy a demostrar. ¡Te lo prometo! Ricardo no sabía cómo, pero tenía que encontrar pruebas de que Santa Claus no sabía que ellos habían sido los del "Buzón cohete".
No podía tener ojos en todos lados! ¡No podía saberlo todo! Si así fuera, hace dos años Santa Claus lo habría regañado por lo de la miel derramada en el interior de los pantalones de deportes. Creyeron que había sido Abelardo, ese niño raro que expulsaron y se fue a una escuela en la ciudad. Y no le hubiera dado regalos, bueno, el pequeño regalo que le dio. ¡Ni eso le hubiera dado! Pero Ricardo pensaba y pensaba, y no se le ocurría cómo cumplir su promesa. Hasta que llegó el 24 de Diciembre, y decidió resolver el asunto de una manera directa: ¡enfrentaría a Santa Claus cara a cara! Ricardo se situó en un lugar estratégico, una calle por la que a fuerza tenía que pasar Santa Claus, cuando se dirigiera al Kiosco donde cada Domingo tocaba la banda del pueblo, pero cada 24 de Diciembre el show lo daba el gordo Santa Claus.
Cuando la figura de Santa Claus apareció caminando por la estrecha calle, Ricardo corrió y se interpuso en su camino. Santa Claus trastabilló y se paró en seco.- ¿Qué quieres, mocoso?- Preguntarte algo.- ¿Qué cosa?- Quiero preguntarte si sabes quién puso cohetes en el buzón del director. Santa Claus se quedó un rato extrañado por la pregunta. Después dirigió una mirada furiosa a Ricardo.- ¡Así que fuiste tú, chamaco endiablado! ¡Me lo suponía, pero no estaba seguro! Podría haber sido Mauricio, ese otro monstruo enano que me saca canas verdes.- ¡No lo sabía! Santa Claus ahora sabía que él había sido, pero no importaba, de todos modos por lo de la bicicleta sin frenos no iba a tocarle regalos. ¡Lo importante era que Santa Claus no sabía que Luis le había ayudado! El niño se sonrió y se fue corriendo, dejando al Santa Claus haciendo un berrinche navideño. Ricardo entró corriendo a la casa de Luis. ¡Tenía que darle la noticia! Subió las escaleras de dos en dos y entró apresuradamente en la recámara de su amigo. El cuerpo de Luis colgaba del techo, balanceándose sin vida. Una opresión se formó en su pecho y sintió que se ahogaba. Corrió escaleras abajo, tropezó con el papá de Luis y salió a la calle a tomar aire. Lo único que rondaba en su cabeza era ¿Por qué? ¿Por qué? Seguía sintiendo un nudo en el estomágo y para soltarlo, para liberarlo, comenzó a gritar a media calle:- ¡No lo sabía!- ¡No lo sabía!- ¡Santa Claus no lo sabía!.