viernes, 9 de diciembre de 2011

 LA PEQUEÑA CERILLERA. Hans Christian Andersen.


Hacía un frío horrible. Nevaba y empezaba a oscurecer. Era Nochevieja, la última noche del año. En medio de aquel frío y aquella oscuridad iba por la calle una niñita pobre con la cabeza descubierta y los pies descalzos. En realidad había salido de casa en zapatillas, pero no le servían: eran unas zapatillas demasiado grandes; las había usado su madre, así que eran muy grandes. La pequeña las perdió al cruzar la callo a toda prisa, los carruajes pasaban a gran velocidad y no consiguió encontrar una de las zapatillas, y la otra se la llevó corriendo un muchacho que decía que la podría usar de cuna cuando tuviera un hijo.
Allá iba entonces la niñita con sus piececitos descalzos, enrojecidos y azules de frío. En el viejo delantal llevaba un montón de cerillas, y en la mano llevaba otro manojo. Nadie le había comprado ninguna en todo el día, nadie le había dado ni una miserable moneda de cobre. Estaba hambrienta y helada y parecía asustada, ¡pobrecita! Los copos de nieve caían sobre sus largos cabellos rubios con preciosos rizos en el cuello, pero la niña no pensaba en ello. En las ventanas se veían luces y en la calle había un delicioso olor a ganso asado. Era Nochevieja, y en eso pensaba la niña.
En un rincón que había entre dos casas, porque una estaba más adelante en la acera que la otra, se sentó la niña y se quedó encogida. Se sentó sobre sus piernecitas, pero seguía teniendo cada vez más frío y no se atrevía a volver a casa; no había vendido ni una sola cerilla, no había conseguido ni una sola moneda de cobre, su padre la pegaría, y en casa también hacía frío, no tenían más que un tejado encima de la cabeza, y el viento entraba soplando aunque las grietas más grandes estaban tapadas con paja y telas. Sus manitas estaban muertas de frío. ¡Ah, una cerillita le vendría bien! ¡Si se atreviera a sacar una del manojo, a frotarla contra el rascador para calentarse los dedos! Sacó una. ¡Richch! ¡Cómo chisporroteaba al arder! Era una llama caliente y clara, como la de una veleta, y puso las manos encima de ella. Era una luz extraña. La pequeña imaginó que estaba sentada delante de una gran estufa de hierro con brillantes esferitas y rodillos de latón. ¡Ardía tan magníficamente aquella llamita, calentaba tan bien! Pero, ¿qué pasó?… La niña iba a estirar también las piernas para calentarlas…, y la llama se apagó. La estufa de hierro se desvaneció, y ella estaba allí sentada, con un trocito de cerilla carbonizada en la mano.
Encendió otra, ardió, brilló y el trozo de pared donde se reflejaba la luz se volvió transparente, como un velo. La niña se vio en una habitación con la mesa puesta; en ella había un mantel deslumbrantemente blanco, porcelana fina y un ganso asado, que olía estupendamente, relleno de ciruelas pasas y manzanas. Y sucedió algo aún mejor: el ganso saltó de la bandeja y empezó a patojear por el suelo con el cuchillo y el tenedor en la espalda, y se acercó a la pobre niña. Entonces se apagó la cerilla y no quedaba más que el grueso y frío muro.
Cogió otra. Y se encontró debajo de un precioso árbol de Navidad, aún mayor y con más adornos que el que había visto por la puerta de cristal de la casa del rico comerciante la Navidad pasada. Miles de velas lucían en las verdes ramas, y cuadros multicolores como los que adornaban los escaparates de la tienda dirigían sus ojos hacia ella. La pequeña alzó los brazos…, y la cerilla se apagó, las lucecitas de Navidad subieron más y más alto y la niña las vio convertirse en claras estrellas; una de ellas cayó dejando tras de sí una línea de fuego en medio del cielo.
—¡Alguien ha muerto! —dijo la pequeña, porque la anciana abuela, que era la única que se portaba bien con ella, pero que ya había muerto, había dicho: «Cuando cae una estrella, es que un alma sube hacia Dios».
Frotó otra cerilla contra la pared, surgió la luz y en el resplandor apareció su anciana abuela, tan clara, tan luminosa, tan dulce y tan buena.
—¡Abuela! —gritó la pequeña—. ¡Oh, llévame contigo! Cuando se apague la cerilla te irás igual que se fueron la estufa caliente y el maravilloso ganso asado y el precioso árbol de Navidad.
Y encendió rápidamente todas las demás cerillas que llevaba en el manojo, porque quería conservar a su abuela. Y las cerillas brillaron esplendorosas, había tanta claridad como en pleno día. La abuela nunca había sido tan grande ni tan bella; tomó a la niña en sus brazos y echaron a volar llenas de resplandor, llenas de alegría, más arriba. No hacía frío, el hambre y el miedo habían desaparecido…, estaban al lado de Dios.
Pero en el rincón de las casas apareció por la mañana la niña, con las mejillas rojas y una sonrisa en los labios… Estaba muerta, la última noche del año la había hecho helarse. El primer día del año amaneció sobre el pequeño cadáver que estaba sentado allí con las cerillas en la mano: tenía un manojo casi entero quemado. «Quería calentarse», dijo alguien. Nadie sabía las cosas bellas que la niña había visto, con qué esplendor había subido con su anciana abuela hacia la alegría del Año Nuevo.


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